Aquí una extensa y excelente reseña de la poeta y traductora Marta López Luaces publicada en La estafeta del viento, Madrid, Vol. 1, no. 2 (otoño-invierno, 2002), pp. 89-91.
Desde la publicación de El tapiz, en 1983, bajo el heterónimo de Ferdinand Oziel, y de Cámara baja , en 1987, la obra de Mercedes Roffé ha sido reconocida como una de las más significativas de la poesía argentina de las últimas décadas. En su práctica se aúnan la tradición de la vanguardia poética (un tratamiento de la palabra que recuerda algunos de los recursos de la Masmédula de Girondo o la transfiguración de ciertos discursos poéticos que nos recuerda la poética de Pizarnik) y un acervo de raigambre más clásica (desde el conceptismo de Garcilaso hasta los decadentes franceses y latinoamericanos). A partir de un seguro cuestionamiento de tópicos tradicionales, así como de una aguda y sostenida investigación de un amplio repertorio de prácticas literarias, Roffé ha contribuido, junto a otras destacadas voces de su generación, a reformular el discurso de la actual poesía latinoamericana. Además de un vasto reconocimiento internacional, esta tarea le ha deparado diversas distinciones, entre ellas, una Beca de la Fundación John Simon Guggeheim (2001).
Su obra incluye, además de los libros ya mencionados, Poemas (Madrid, Síntesis, 1978), La noche y las palabras (BsAs, 1996; Sgo. de Chile, 1999), la plaquette Definiciones Mayas (Nueva York, Pen Press, 1999), Antología poética (Caracas, Pequeña Venecia, 2000), el ensayo La cuestión del género (1996), en el que explora el debate medieval como género literario, así como varias traducciones al español de poesía norteamericana. A éstos se suman ahora dos nuevos títulos, Canto errante y Memorial de agravios, publicados por las editoriales tsé-tsé, de Buenos Aires, y Alción, de Córdoba (Argentina) respectivamente.
La experimentación aparece desde muy temprano en la obra de Roffé. En su caso, sin embargo --como en el de otros poetas de su generación-- la experimentación formal nunca aparece desligada de la preocupación por el entorno inmediato. Este juego entre el cuestionamiento vanguardista de la palabra poética y una conciencia alerta a la realidad contextual lo encontramos en Roffé ya desde su segundo libro, El tapiz de Ferdinand Oziel.
Mercedes Roffé publica El tapiz, bajo el nombre de Ferdinand Oziel, y el postfacio del libro bajo la máscara JRB, iniciales de un reconocido crítico de la vanguardia artística argentina de los ´60 y ´70. Para su propio nombre reserva en la tapa el lugar de editora al cuidado de la obra. Desde ahí se cuestiona la persona del poeta. La figura del artista como un ser público, como era el caso de los poetas decadentes, se pone aquí en escena como una performance creada a posteriori, primero por la compiladora, luego por el crítico JRB. Lo que se cuestiona así es ese proceso de construcción de una persona pública, esa tradición que se trama alrededor del mito del artista y no de la estética de la obra De este modo, la escritura aparece como un proceso en el cual el poeta lee su propia representación y al hacerlo crea un espacio conflictivo. Un espacio en el que se mina la figura y la autoridad habitualmente atribuida al Autor así como la función regulatoria de la literatura y el arte en tanto instituciones.
En Cámara baja, la pregunta clave es cómo se delimita un sentido capaz de dar cuenta del cuerpo. Alrededor de esa pregunta, el poema se articula como una búsqueda que si por un lado va cuestionando los tópicos de la lírica amorosa tradicional, por otro los reformula como un contra-discurso. Pero en las subterráneas, mínimas, oscuras cámaras que anuncia el título del libro, el cuerpo del amor es también el cuerpo del dolor. Y es desde allí que entra en diálogo con otros cuerpos desmembrados, moribundos, profanados; un diálogo a través del cual el poema se hace eco del mundo en que fue concebido, y que en este caso no es otro que el de la dictadura militar. Así, versos como “Hoy hace / hoy haría / dicen las madres / las novias de los muertos” o “Entierra, entierra / no fue sepultado” dan cuenta de una poética donde los ecos de la Antígona griega se confunden con la más urgente realidad contextual.
En Canto errante, uno de los libros recién publicados, esa mixtura está igualmente presente. El título parece hacer referencia por un lado al poema como periplo metafísico y por otro a la vida como viaje. La mirada oblicua de un yo lírico siempre errático transforma el devenir de los actos más habituales en algo extraño, siniestro, enrarecido: el pájaro vuela, los amantes se aman, el perro ladra... y sin embargo, hay una violencia solapada en la misma naturaleza de las cosas. Estar vivo, parecería decir el poema, es una violencia en sí.
La crítica norteamericana Francine Masiello, en su ensayo An Art of Transition (Duke, 2001) describió La noche y las palabras, de Mercedes Roffé, como “an investigation of memory, displacement, and the struggles for representation”. Esa investigación de una memoria no tanto ya colectiva como impersonal, despersonalizada, se extrema en los poemas en prosa de su colección más reciente, Memorial de agravios. Aquí el lector parece vislumbrar lo que Hélène Cixous llamaría “un libro sin autor” --ese libro prohibido, desarraigado, “más fuerte que su escriba”, donde cualquier pretensión de un “yo” especulador, hábil, en control, ha desaparecido. Voz sin representación, denuncia sin autoridad a que apelar, dolor sin cuerpo en el que manifestarse.
Como se afirma en el prólogo, “memorial de agravios” es una expresión legal que se remonta a la Edad Media. En esos documentos, se explica, un estrato de la jerarquía feudal elevaba una denuncia de las injusticias o abusos perpetrados por el señor feudal contra sus vasallos, ante una instancia de la pirámide social inmediatamente más alta que la de aquel que cometió la violencia. En la época colonial, se llamaba así a los documentos que se le enviaban al rey denunciando los abusos de sus representantes en América. Sólo que a diferencia de la concepción medieval y su derivado, el mundo colonial americano, Roffé parece querer decirnos que esa posibilidad de dar voz --y así representación legal-- a aquellos que no la tienen ya no parece posible. En Memorial de agravios lo que deja de existir es la posibilidad misma de apelar a ninguna autoridad en busca de justicia: el poder se ha vaciado de ideología; por eso de él ya no puede emanar ningún tipo de representación.
En este nuevo orden , el poder está en todas partes y no está en ninguna. Incapaz de impartir justicia, ya sólo oprime, corrompe y mina toda forma posible de dignidad. Ya no estamos frente a un discurso, a una estructura, a un código: todo es ardid, intriga, secreteos. Y eso es lo que encontramos en este libro: una voz deshumanizada, múltiple, impersonal, que reclama justicia, y se encuentra en la orfandad, sin respuesta, sin un cuerpo ni una representación que legitimice su reclamo. “La metáfora ha muerto” se dice en Memorial de agravios, y sin embargo, todo el libro es una alegoría de nuestra época. Si los memoriales de otros tiempos servían siquiera para darles la ilusión de una voz a los vasallos feudales y a los criollos de la América colonial, este poemario parece decirnos que en el mundo contemporáneo esa ilusión ya no tiene lugar, y que no lo tendrá mientras ciertos sectores sigan siendo despojados de su voz, sistemáticamente. Excepto que Memorial de agravios apela a una instancia mayor: la de la conciencia. La poesía, precisamente por ser un medio cultural y social cuya primera “poética” es mantenerse al margen de los medios masivos y su explotación comercial, puede darle voz a ese reclamo o, al menos, traer a primer plano lo inédito de la condición actual allí en lo que tiene de más deshumanizante.
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